Evolución histórica de la productividad cerealista en Castilla y León (ss. XI-XXI)

Introducción
Castilla y León ocupa gran parte de la Meseta Norte (altitud media ~750 m), una cuenca interior de relieve llano rodeado de montañas Cantábricas, Sistema Central y Macizo Galaico. Esta orientación orográfica creó grandes llanuras cerealistas en la cuenca del Duero, mientras que las áreas montañosas del norte y sur resultan marginales para el secano. El clima es mediterráneo continentalizado (invierno frío, verano seco y caluroso), con precipitaciones inferiores a 600 mm en la meseta central. En este informe se analiza la productividad del trigo, cebada, centeno y avena de secano en Castilla y León a lo largo de 1000 años, dividiendo por periodos históricos. Se consideran los factores climáticos –variaciones de temperatura (Óptimo Climático Medieval, Pequeña Edad de Hielo, cálidas actuales) y episodios extremos (sequías, heladas, plagas)– y los orográficos (altura, relieve y calidad de suelos) que influyeron en los rendimientos. Se basa en fuentes históricas y agronómicas, con datos cuantitativos modernos cuando existen.
Edad Media (ss. XI-XV)
Durante la Alta Edad Media (siglos XI-XIII) la Península vivió un Óptimo Climático Medieval relativamente cálido, pero la información directa es escasa. Las técnicas agrícolas eran rudimentarias (sistema trienal de barbecho, arado de bueyes) y los rendimientos eran bajos (quizá 0,5–1 t/ha). En Castilla, la repoblación tras la Reconquista extendió el cultivo del cereal por las llanuras interiores. Sin embargo, la región sufrió varios desastres climáticos: en 1301 una sequía generalizada desecó cosechas y causó hambruna (relatada en la Crónica de Fernando IV). A mediados del siglo XIV se alternaron años de lluvias torrenciales y “grandes hielos” (1343, 1347) con nuevas heladas y plagas, lo que agravó los fracasos de cosecha. El clima empezó y terminó el siglo XIV con periodos secos y finales húmedos, vinculados a crisis agrícolas. Tras la Peste Negra (1348) hubo despoblación, lo que alivió el apremio demográfico. En general, la agricultura medieval se mantuvo a nivel de subsistencia: las fuentes indican siembras de trigo, centeno y cebada intercaladas con barbecho, con producción ajustada al consumo local.
Las condiciones orográficas favorecían los cereales en las llanuras del Duero; las zonas montañosas (p.ej. norte de León, sur de Ávila) quedaron mayoritariamente en secano escarpeado o con pastos. No se registra expansión notable de regadío; el secano fue dominante. En este periodo la productividad cerealista era muy limitada por la tecnología, los barbechos largos y la irregularidad pluviométrica. Los datos cuantitativos son casi inexistentes, pero las crónicas sugieren que cualquier año seco provocaba hambrunas severas.
Edad Moderna (ss. XVI-XVIII)
En la Baja Edad Media y Moderna temprana entramos en la Pequeña Edad de Hielo (PEH, ca. XIV–XIX), un periodo general de enfriamiento con mínimos térmicos ~1650, 1770 y 1850. España tuvo episodios catastróficos de clima extremo: Martín y Olcina identifican crisis significativas en Castilla en la mitad del siglo XV, 1570-1610, 1769-1800 y 1820-1860. Por ejemplo, la gran sequía de 1570-75 arruinó cosechas, y el nevazo de 1709 (en pleno LIA) causó mortalidad masiva del ganado. Aun así, las innovaciones agrícolas (rotación de cereales / leguminosas, mayor uso de caballo, nuevos sembrados de centeno y avena resistentes al frío) permitieron cierto crecimiento de la producción. Los registros históricos indican que no hubo colapso agrícola en Castilla y León: el producto cerealista por habitante fue ligeramente mayor hacia 1770 que hacia 1590. De hecho, estudios recientes de rentas diezmerales hallan un modesto incremento (≈5–10%) en la producción agraria por habitante entre fines del XVI y fines del XVIII.
En este periodo moderno las variaciones anuales seguían dependiendo mucho de la sequía en primavera y las heladas invernales. Por ejemplo, la última década del siglo XVIII mostró repoblación de secanos y alza moderada de producto agrario a pesar de algunos años fríos. Los suelos en la meseta (arcillolimosos con moderada fertilidad natural) se beneficiaron de la reducción del barbecho tras introducir cultivos forrajeros (veza, alubias) y uso incipiente de guano como abono tardío. Sin embargo, la Pequeña Edad de Hielo implicó inviernos más crudos y veranos cortos en el XVII, con sequías periódicas que limitaron rindes. En resumen, la productividad cerealista en la Edad Moderna creció lentamente: rendimientos típicos podrían cifrarse en 1–1,5 t/ha hacia el XVIII (muy superiores a la Edad Media) gracias a la mayor especialización en granos y la extensión de nuevas tierras cerealistas. La mecanización era mínima (arado de cange, plantío manual), y los factores orográficos seguían delineando las zonas cerealistas en las grandes campiñas (Tierra de Campos, Valle del Duero), mientras las parameras y alturas solo se roturaron de forma limitada.
Edad Contemporánea (siglo XIX)
En el siglo XIX se consolida la transición post-LIA hacia un clima algo más cálido; sin embargo, continuaron los altibajos: en 1840-50 y 1860-70 hubo crisis de sequía e incluso algún nevazo tardío. La Guerra de Independencia (1808-14) impactó la agricultura, pero paradoxalmente tras ella se inició un “boom roturador”: la superficie cultivada en España (y Castilla) se expandió mucho con nuevos barbechos arados y tierras ganadas al monte. Para Castilla y León esto significó más secanos en las áreas marginales (colonización de páramos y calidades inferiores). Hacia 1850 cesó la condición de “economía de frontera” de la España interior gracias a este proceso intensivo de roturación.
A fines del XIX se introdujeron prácticas agrícolas más modernas (cultivos de verano, uso de nitrógeno sintético a partir de 1900, rotación con patata y remolacha en zonas húmedas del Duero). La productividad siguió subiendo gradualmente: aunque los datos regionales son fragmentarios, en España los rendimientos del trigo a principios de 1900 oscilaban alrededor de 1–1,2 t/ha, muy por debajo de los valores posteriores. Las publicaciones de la época muestran que en algunas provincias cerealistas españoles el rinde medio superaba los 11-13 hl/ha (≈1,1-1,3 t/ha) en los 1880-90, cifras modestísimas según los agrónomos contemporáneos. En resumen, el siglo XIX fue de leve mejora productiva (quizá 50–100% sobre niveles medievales) impulsada por roturación y cultivos mejorados, aunque los ingresos rurales seguían limitados. Los factores orográficos apenas cambiaron: continuó explotándose preferentemente la llanura cerealista, y sólo con dificultades se mecanizaron las pendientes suaves.
Siglo XX
El siglo XX trajo cambios drásticos. En las primeras décadas los métodos seguían tradicionales, pero poco a poco se introdujeron tractores, fertilizantes minerales y variedades de cereal mejoradas. El clima ya muestra un claro calentamiento global a partir de mediados del siglo (junto con creciente variabilidad anual). Castilla y León sufrió sequías severas (por ejemplo, 1934, 1981-82) y olas de calor (extremos en 2003, 2017). Sin embargo, la mecanización del campo y la Revolución Verde permitieron aumentar mucho los rindes: los datos oficiales muestran que el rendimiento medio del trigo pasó de ~1,5–2,0 t/ha en los 1950s a 2,5–2,8 t/ha en los 1990s. Por provincias cerealistas (Valladolid, Palencia, Burgos) los valores finales de siglo rondaban 2,5–3,0 t/ha, con picos en años buenos y caídas en años secos.
A lo largo del siglo XX, los efectos orográficos siguieron presentes en la localización: las viejas llanuras del Duero se mecanizaron primero, mientras las zonas con desnivel sólo fueron accesibles con tractores tardíos. El patrón se mantuvo: Valladolid, Burgos y Palencia rindieron consistentemente más que Ávila o Segovia, por sus terrenos más llanos y mejores suelos. En concreto, en 1996 los datos del Ministerio apuntan rendimientos de trigo de ~25–28 t/ha (quizales, = 2,5-2,8 t/ha) a nivel nacional, muy superiores a los del siglo anterior. Finalmente, la pertenencia a la UE (1986) llevó a masiva intensificación del secano a través de fertilización y subsidios, incrementando aún más la productividad potencial, aunque al precio de mayor vulnerabilidad a la sequía.
Siglo XXI
Hoy en día los secanos de Castilla y León producen rendimientos medios muy elevados para estándares históricos (en torno a 2,5–3,5 t/ha en años normales, según Ministerio y Junta). Por ejemplo, la campaña 2018/19 resultó muy pobre por una sequía extrema (mayo de lluvias casi nulas) y rindió unos 2.450 kg/ha de media en secano. En años húmedos recientes (p.ej. 2014) los rindes de trigo han superado 4 t/ha en secano. Sin embargo, el cambio climático impone nuevos retos: desde 1950 Castilla y León ha ganado +0,2 °C/decenio de temperatura media, con veranos más cálidos y olas de calor frecuentes. Esto puede acortar el ciclo del cereal, aumentar la evapotranspiración y hacer más frecuentes las sequías primaverales. Al mismo tiempo, la estructura parcelaria moderna (campos más grandes, casi sin barbecho) favorece el uso de tecnologías de precisión. En conjunto, en el siglo XXI la productividad del secano ha sido record histórica, pero fluctuante: los años secos reducen fuertemente el rendimiento (como en 2017-2019) y las previsiones indican mayor variabilidad futura.
Medición de la Productividad en el Catastro
En el contexto del Catastro en España, la "productividad" de un terreno rústico se refiere a su capacidad productiva de la tierra, un factor clave para calcular su valor catastral.
¿Cómo se mide la productividad?
La productividad se determina a través de la intensidad productiva y la calificación catastral de una parcela. Estos son los elementos principales:
- Calificación catastral: Es el tipo de cultivo o aprovechamiento de la tierra (ej. labradío de secano, olivar, pastos, etc.).
- Intensidad productiva: Dentro de cada calificación, los terrenos se clasifican por su aptitud para la producción agraria. Esta clasificación se expresa en "clases" o "grados".
- Tipo evaluatorio: Representa el rendimiento teórico en euros por hectárea que se espera de un terreno.
¿Qué implican los valores 3 o 6?
Estos números se refieren a los grados de intensidad productiva. La escala es inversa, lo que significa que un número más bajo indica una mayor productividad.
- Si la productividad es 3, el terreno tiene un grado de capacidad productiva intermedio. Es más productivo que una parcela con un valor superior, pero menos que una con un valor de 1 o 2.
- Si la productividad es 6, indica que es un terreno con una menor capacidad productiva. Esto puede deberse a la calidad del suelo, la orografía u otros factores que limitan su rendimiento.
En resumen, un número más bajo en la escala de productividad (como 1 o 2) indica un mayor rendimiento esperado, mientras que un número más alto (como 3 o 6) sugiere una menor aptitud y, por lo tanto, un menor valor catastral.
Rango del Índice de Productividad
No existe un rango fijo y universal para todas las parcelas. El número de clases de intensidad productiva depende de la calificación catastral y del municipio o zona agraria. Lo más común es encontrar entre 3 y 8 clases de intensidad para un mismo tipo de cultivo.
La clase 1 siempre representa la máxima productividad, y los números superiores indican un rendimiento menor.
Fuentes: Para este análisis se han empleado estudios de historia económica regional, informes climáticos histórico y datos agronómicos contemporáneos (Junta de Castilla y León, MAPA). En particular, Carrasco Tezanos (2011) reconstruye episodios climáticos medievales; Llopis y Sebastián (2016) cuantifican la evolución agraria en la Edad Moderna; y fuentes oficiales detallan la productividad en los últimos decenios.
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